Lucía se anuda un trapo a la cabeza y emprende su cruzada diaria contra la suciedad y el desorden. Abre las ventanas para dejar que respire el aire. Pone la lavadora. Limpia los cristales. Sacude los colchones. Hace las camas. Ordena el cuarto de los niños. Desempolva los muebles, los libros, los marcos de los cuadros, la vajilla del aparador, las figuritas que llenan las estanterías. Desinfecta el inodoro, la bañera, los azulejos, el lavabo. Pasa la aspiradora. Friega los suelos del baño y la cocina. Mientras limpia el espejo de la entrada descubre su rostro marchito en el surco de la bayeta, y de pronto entiende que lleva años equivocándose. Que limpia donde no es. Que la suciedad y el desorden que con tanta obstinación persigue no se hallan en la casa.
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